The symbolic construction of patriarchy in the images of the nation
Josefina Rosales[1]
Resumen
Para el presente artículo analizaremos cómo la lógica de dominación impersonal del patriarcado capitalista se encarna en la nación en tanto imagen objeto y en tanto sujeto productor de imágenes. Para ello ofreceremos definiciones preliminares de lo que entendemos por patriarcado y por nación para luego complejizarlas problematizando cómo opera aquella lógica patriarcal en los mecanismos de abstracción y representación propios de la construcción de la imagen de nación, en un primer momento, y en el imaginario de nación construido como monólogo de un sujeto proveedor y protector, en un segundo momento. Finalmenteconceptualizaremos las posibles interrupciones de aquél monólogo en los diálogos, secretos y silencios de lo abyecto-escindido de la nación para concluir considerando los posibles desplazamientos y desestabilizaciones del imaginario patriarcal totalitario en las imaginaciones fragmentarias de la nación.
Palabras clave: patriarcado, nación, representación, abstracción, imaginario.
Abstract
For the present article I’ll analyze how the impersonal domination logic of the capitalist patriarchy is embodied in the nation as an image object and as an image- producing subject. For this, I’ll offer preliminary definitions of what I understand by patriarchy and by nation, and then go deeper in them discussing how that patriarchal logic works in the mechanisms of abstraction and representation proper to the construction of the nation image, at first, and in the imaginary of nation built as a monologue of a provider and protector Subject, in a second place. Finally, I’ll conceptualize the possible interruptions to that monologue in the dialogues, secrets and silences of the abject-dissociated of the nation to conclude considering the possible displacements and destabilizations of the totalitarian patriarchal imaginary in the fragmentary imaginations of the nation.
Key words: patriarchy, nation, representation, abstraction, imaginary.
Introducción
Esto no pretende ser un ensayo de género. No haremos una enumeración que constate que la presencia de lo femenino ha sido borrada de las imágenes hegemónicas que las naciones han construido de sí mismas, mostrando su ausencia o presencia subalternizada o subordinada. Tampoco haremos el esfuerzo -lamentablemente aún necesario- de rescatar las imágenes que testimonien que lo cuerpos femeninos han sido sujetos históricos con capacidad de realizar acciones significativas, ya sea porque en ellas se los retrate como tales, o ya sea porque tras ellas haya existido una creación o visión en femenino que abrió un campo de visibilidad inédito y bisagra -aunque seguramente no reconocido- sobre las sociedades, su lugar o su tiempo. Tampoco realizaremos un análisis sobre lo que las imágenes de nación muestran acerca de las condiciones, posiciones y relaciones en las que las mujeres y otras identidades feminizadas estaban inmersas en el marco de las sociedades nacionales.
Si según la clasificación propuesta -como corpus posible- por Pratt (2000) en tales esfuerzos, aproximadamente, se reconoce al ensayo de género en confrontación con la pretensión masculina de monopolizar la cultura, la historia y la autoridad intelectual y en diálogo tenso con lo que ordena como los ensayos de identidad latinoamericana, nuestro intento aquí es, antes bien, preparar esa mirada preguntándonos qué es y cómo se construye y se expresa lo patriarcal en las imágenes de nación. Recogemos también la advertencia de Ludmer (1985) para que nuestros esfuerzos no redunden en confirmar la diferencia de lo socialmente diferenciado. Si en las distribución histórica de afectos, funciones y facultades, del lado femenino se afirmó el dolor y la pasión frente a la razón masculina, lo concreto frente a lo abstracto, el adentro frente al mundo y la reproducción frente a la producción, no buscaremos rastrear estas atribuciones de lo femenino y lo masculino en las imágenes de nación. Sino entender cómo éstas fueron concebidas, mostradas y creídas en el imaginario fundado por y de la nación. Partiremos entonces por definir brevemente qué entendemos por patriarcado moderno, es decir por la lógica de dominación patriarcal capitalista, y por nación, para luego rastrear cómo la primera se encarna en los modos de mostrarse y en el mismo ser mostrado de lo nacional en la modernidad.
1. Qué entendemos por patriarcado y por nación
Siguiendo la teoría de la escisión del valor, desarrollada por la feminista alemana Roswitha Scholz (1992, 1999, 2000, 2013) entendemos al patriarcado moderno como una lógica de dominación impersonal, es decir una estructura cultural: un conjunto institucionalizado e internalizado de normas sancionadas por la colectividad, que opera sin un sujeto autoconsciente. El hombre sin sujeto será iniciador y realizador del movimiento de una lógica que toma vida propia. Esto significa que la dominación masculina en la modernidad opera de manera impersonal, en función de que la lógica del patriarcado productor de mercancías erige como hombre como valor, es decir que determina las relaciones sociales por medio del trabajo abstracto y su escisión. El sustrato empírico y subjetivo de las cosas, las relaciones humanas y la naturaleza será abstraído del hombre-valor constituido en el equivalente general y se escindirá en la esfera de lo femenino (lo naturalizado, salvajizado, racializado): condición de posibilidad y contracara inferiorizada del principio de masculinidad abstracta encarnado en el ciudadano moderno de las naciones.
Por otro lado, nos referiremos a la nación como objeto y sujeto del patriarcado capitalista. Según la filósofa brasileña Marilena Chauí (2000), la construcción de un mito fundador inmanente y trascendente a la nación, como narración y solución mágica a los conflictos y contradicciones, será fundamental para la consolidación de la modernidad capitalista que tendrá a la nación como objeto del culto integrador de la sociedad una e indivisa y como sujeto productor de semióforos. Los semióforos, como algo que no vale por su materialidad, sino porque remiten a otra cosa, por su valor simbólico, comunican lo común (objetos de celebración) y la singularidad (como el concepto de aura benjaminiano). Como marcas de espacios sagrados, eternos y comunes, Chauí insiste que aún ante el “desencantamiento” de la modernidad pronosticado por Weber -o por ello- los semióforos siguen operando a través de la idea de nación, del culto cívico y del patrimonio histórico geográfico: ella habla del milagro, la propaganda y la colección en un sentido similar a como Benedict Anderson (1983) -con su clásica definición de nación como comunidad imaginaria- se refiere al censo, el mapa y el museo en cuanto artefactos o dispositivos que delimitan y repiten una idea de lo común.
2. La nación como imagen: abstracción y representación
La nación es una representación en la doble acepción de la palabra. Por un lado, da a ver como idea y memoria un objeto ausente que se conoce de manera mediada. Con enigmas, emblemas, fábulas y alegorías, la nación muestra una idea y una memoria de sí: de una identidad sustancial, de una historia compartida, donde el referente -pueblo- y su imagen -nación- forman un cuerpo. Por otro lado, como representante del pueblo la nación habla en nombre de y ocupa el lugar de alguien (como la efigie ocupaba el lugar del rey muerto) estableciendo una distinción radical entre lo representado ausente y lo que lo hace presente, lo que lo da a conocer. La nación comparece, se exhibe, ofrece una mostración pública de una presencia que genera a su vez una relación descifrable entre el signo visible y lo que significa. Por la doble dimensión del dispositivo moderno de la representación, que es transitivo y por tanto transparente (representa algo) y es reflexivo y por tanto opaco (se presenta representando algo), el poder de mostrar de la nación como imagen es efecto del dispositivo representacional: como presentificación de lo ausente (o muerto) y como autorrepresentación (propia presentación de sí como imagen) que constituye al que la mira, sujeto de la mirada, intérprete performático de lo nacional.
Nos estamos valiendo de las reflexiones de Louis Marin sobre el poder y los límites de la representación analizadas por Roger Chartier (2006) para pensar la nación. Según Chartier, Marin sostiene que el concepto de representación permite comprender las relaciones entre individuos y sociedad (mejor que, por ejemplo, el de mentalidad) pues alude a las operaciones de recorte y clasificación -las configuraciones con las que se percibe, construye y representa la realidad-, a las prácticas y signos que hacen reconocible las identidades sociales, exhibiendo un modo propio del ser en el mundo, significando simbólicamente posiciones, condiciones, rangos y potencias- y a las formas institucionales por las que “representantes” (singulares o colectivos) encarnan de manera visible -presentifican- la coherencia de la comunidad, la fuerza de una identidad o la permanencia de un poder. En lo que a nuestro caso se refiere, el concepto de representación nos permite comprender a la nación como sujeto productor de semióforos que recorta y clasifica lo que se representa como realidad nacional; que ello a su vez abre un campo de visibilidad para las prácticas y signos del cuerpo nacional -el conjunto de ciudadanos- y de oscuridad para lo escindido y abyecto de lo valorado como tal, al simbolizar las jerarquías y las posibilidades de existencia -potencias- de cada identidad social; y que la nación como objeto del culto integrador de la sociedad en tanto totalidad se erige como representante colectivo que presentifica la coherencia, fuerza y permanencia de una identidad nacional abstracta -sustancializada- y del poder que ella funda.
De aquí se derivan las relaciones existentes entre la exhibición del ser social o el poder político con las representaciones mentales (colectivas, como las analizadas por Mauss o por Durkheim) que otorgan o no creencia y crédito a los signos visibles, a las formas teatrales que buscan hacer reconocible como tal la potencia soberana o social. Y en ello radica la diferencia de la modernidad -en la que vemos una condición de posibilidad para que opere la lógica de dominación impersonal y abstracta del patriarcado que erige al Hombre como Valor, es decir, como dimensión simbólica de lo público- en la que en lugar de los enfrentamientos abiertos entre fuerzas van ganando mayor relevancia las luchas simbólicas, las luchas por la representación: el poder simbolizar una totalidad social -la nación-, lo humano -el hombre genérico-, la riqueza social -el valor-. Éstas a su vez son efecto del ordenamiento patriarcal capitalista de las sociedades nacionales, es decir de la socialización ciudadana mediante el trabajo abstracto masculinizado -y su escindido feminizado, racializado, naturalizado e inferiorizado- realizado como una actividad objetiva especializada (una exigencia de un todo impersonal) separada de la personalidad subjetiva (vuelta existencia privada) que, al igual que la mercancía que se separa del objeto material y sensible, pone en movimiento la lógica que abstrae el sustrato empírico y subjetivo de las relaciones sociales, entre ellas las “políticas” o las del campo de lo “público” regionalizadas como una realidad discreta separada de lo cotidiano y lo personal. Las luchas simbólicas o por la representación -por presentificar lo ausente, es decir hablar o mostrarse en nombre de y por autorrepresentarse como imagen de una totalidad- se separan de las existencias privatizadas como efecto y condición de la lógica de dominación patriarcal moderna.
De este modo, las imágenes de nación se tornan poderes porque sustituyen la fuerza por signos de fuerza -o señales, indicios- vistos, comprobados, mostrados y luego narrados, relatados, para que la fuerza de la que son efectos sea creída. La fuerza se modeliza en potencia que se valoriza en poder, es decir en un estado legítimo y obligatorio. Pero la fuerza no desaparece: en la forma de dominación simbólica la imagen es corolario del monopolio del uso legítimo de la fuerza. Como signos que la significan y designan, las imágenes de nación son la negación y la conservación de la fuerza, ya que ésta no se ejerce ni manifiesta pero está presente en los signos de la ley que obliga ineludiblemente. La imagen de lo escindido de lo real como nacional -y también como valioso y masculino-, cuando se le da crédito, suscita respeto y terror porque recuerda a la violencia originaria que funda todo poder (y lo que es efecto de costumbre se transforma en una fuerza natural otorgada a las imágenes, o en fetichismo en términos marxianos).
La nación patriarcal como imagen que recuerda la violencia originaria, lo manifiesto, también oculta, espectaculariza el gesto del secreto, del olvido. El propio Renan, en la remanida conferencia dictada en la Sorbona en 1882, dirá “el olvido -incluso diría el error histórico- es un factor fundamental en la creación de una Nación (…) De hecho, la investigación histórica saca a la luz los actos de violencia que estuvieron en el origen de todas las formaciones políticas (…) La unidad se logra siempre mediante la brutalidad” (Renan, 2010, p.25). La imagen de nación, como todo símbolo, es metafórico pero de lo que se trata, como dice Renan, es de olvidar que la relación entre significado y significante y su eficacia es un producto de la lucha para que las fronteras simbólicas se sobre-inscriban a las físico- políticas y fijen un imaginario de nación como un lugar garantizado, igual a sí mismo.
Entonces la nación como objeto de una imagen y sujeto productor de imágenes recuerda- olvida aquellas que apelan a los restos de experiencias de terror sedimentadas en el inconsciente colectivo, es decir a imágenes indecibles, que acosan la imaginación y la enmudecen. En una nota reciente, Berardi sostiene que el terror es una condición en la cual lo imaginario domina completamente la imaginación. Lo imaginario es la energía fósil de la mente colectiva, las imágenes que en ella la experiencia ha depositado, la limitación de lo imaginable. La imaginación es la energía renovable y desprejuiciada. No utopía, sino recombinación de los posibles (Berardi, 2020). El terror paraliza y enmudece por dar a ver experiencias insimbolizables, imágenes dominadas por el imaginario patriarcal que bloquean lo imaginable. La lógica de dominación patriarcal (se) consolida así (en) el imaginario belicoso (de un nosotros frente a un otro enemigo interior o exterior que aterroriza porque excede lo simbolizable) a partir de un monólogo masculino, un conjunto de imágenes de un estado-nación proveedor-protector que garantiza, contra las interrupciones, excesos y fuerzas contradictorias, la permanencia y continuidad de un lugar simbólico y físico al interior de sus fronteras delimitadas.
Por último, para analizar lo patriarcal de la nación como abstracción y representación, esto es a partir la imagen de la que es objeto (del culto cívico) y sujeto (en tanto produce semióforos), es importante observar no sólo las formas de las creencias, sino también los modos de hacer creer, es decir los lugares y las formas en que se inculcan convenciones, se prepara la comprensión de las representaciones, para compeler a significaciones unívocas, a interpretaciones correctas y someter al sentido: qué es lo nacional, lo valioso, el trabajo, lo masculino-lo femenino y qué no. Lo que a su vez significa que siempre hay posibilidad de rebeldía puesto que las formas de creencia (que son un modo de afirmación independientemente del contenido de lo que se afirma) implican constreñimiento, pero también distancia. Hay una tensión ineludible entre los efectos de sentido y su desciframiento porque quien ve una imagen (de lo que es la nación, el valor y el hombre, en este caso) puede no saber o no querer interpretarla bien. Hay una distancia entre los dispositivos representacionales y sus condiciones de credibilidad porque hay una distancia entre el sujeto real de la interpretación y su simulacro (el ciudadano abstracto: masculino, heterosexual, blanco, letrado, entre otros) construido por el discurso, la imagen, el ritual o el sentido práctico, esto es, por producciones simbólicas que tienen historicidad y discontinuidad[2]. De modo que las lógica de la puesta en visión o lógica icónica; la del ritual, lógica de la ceremonia; y la de la invención de lo cotidiano, lógica del sentido práctico.
3. Imaginario de nación: monólogo del proveedor y protector
Volviendo a Pratt (2000), nos resulta seductora la idea que construye de cánon para pensar cómo se constituye el imaginario de nación en tanto monólogo masculino. Utilizada en relación a las producciones culturales y más específicamente a las literarias, la idea de cánon como una máquina de valores que genera sus propias verdades o como estructura que se autoconfirma a partir de criterios de exclusión y de valor, es ilustrativa de la idea de nación patriarcal en tanto sujeto productor de semióforos o representación-representante de lo que se recorta y constriñe a interpretar como tal. Si los criterios androcéntricos para asegurar el predominio masculino en los espacios culturales funcionan como criterios de exclusión, mientras que las estructuras hegemónicas en la sociedad son las que se manifiestan en los criterios de valoración artística, autoconfirmando lo valorado mediante las prácticas de lectura y el conjunto de elementos de la experiencia literaria; es posible pensar que los criterios androcéntricos funcionan también como criterios de exclusión de la imagen de lo nacional, mientras que los criterios de valoración sobre lo que se percibe como lo nacional se funda en las prácticas simbólicas y materiales y el conjunto de los elementos de la experiencia ciudadana que se autoconfirman generando sus propias verdades: el valor de lo nacional, como el valor mercantil, será el equivalente abstracto y totalitario de un conjunto de relaciones sociales despojadas de su contenido concreto y sensible al interior de un territorio imaginario separado de la vida (el ámbito de lo nacional al igual que el ámbito de lo económico o de lo político, entre otros).
Como el ensayo de identidad latinoamericano que se pregunta cómo representar la hegemonía nacional y la identidad cívica, política y cultural masculina, desde un sujeto parlante también masculino, blanco y letrado (el pensador criollo), la imagen de lo nacional patriarcal como cánon de exclusión y de valor se constituye con un monólogo masculino que no admite interrupciones: identidad plena, totalitaria, completa, igual a sí misma. La nación como monólogo masculino se va construyendo en torno a distintos imaginarios en función de lo que a cada vez se olvida, se mantiene en secreto, se manifiesta y se espectaculariza como imágen de lo otro -lo abyecto, el reverso- que recorta y define lo uno, lo propio, lo mismo, la identidad plena. Este proceso tiene distintos hitos y es encarnada por distintos sujetos de lo mismo y de lo abyecto-escindido. Según la periodización de la construcción de nación en América Latina que realiza Chauí (2000) desde el “principio de nacionalidad” desde 1830 a 1880, centrado en el territorio (conquista y unidad) a partir de la teorizaciones de la economía política liberal (moneda, finanzas, impuestos, seguridad y población: la riqueza de las naciones), a la “idea nacional” centrada en la lengua, la religión y la raza (inventar tradición, la comunidad imaginaria o el espíritu del pueblo) a partir de la producción de la intelectualidad pequeño burguesa; a partir de 1918 y hasta los ‘60 (revolución Rusa, Guerras mundiales, crisis del 29, nazi-fascismo, comunidad de masas, deportes, nacional- desarrollismo o populismo) se pasará a la “cuestión nacional”, centrada en la conciencia nacional y las lealtades a partir de los planteos de los partidos políticos y del Estado. El carácter nacional, completo, pleno, que parte de una idea de nación como totalidad social homogénea (el “crisol de razas”, “melting pot” o “galeia geral”) en los ‘60 virará a la idea de identidad nacional como falta en relación a los países desarrollados (las carencias de la burguesía nacional, clase media, el proletariado y de la ideología en América Latina).
Presentaremos brevemente una imagen del monólogo masculino de nación que se sitúa en el período bisagra en el que la intelectualidad pequeño burguesa de América Latina aún “inventando” la idea de nación y los semióforos que se da a sí misma (en tanto sujeto y objeto de sus narrativas míticas), se piensa en torno a la falta respecto de los países desarrollados (fines de los años ‘30). Como la literatura gauchesca analizada por Ludmer (1988) la historia que narra la película Deus e o diabo na terra do sol del brasileño Glauber Rocha (1964) nos muestra a un Corisco que de ser imágen del desafío, pasa a ser la del lamento: solitario, despojado, fijado lo que ya pasó es emblema de lo no resuelto, lo inconcluso y lo derrotado. El horizonte de expectativas de la República vencedora se cierra con un orden social excluyente que exacerba la horizontalización de la violencia. El tono insolente de un nosotros afirmativo, polémico y en presente que podrían haber tenido los Cangaços apareciendo como un sujeto social que hace la historia, es desplazado en la película de Glaber por un tono de lamento de un Corisco que clama: El gigante de la maldad devorando a mi pueblo para engordar el gobierno de la República. O que reflexiona: La paz sólo se consigue con la muerte. De un Sicario que conversando con un ciego dice: No quería, pero precisaba. No maté por dinero, sino porque no soporto más esta miseria. A lo que le responde el ciego ¡La culpa no es del pueblo, Antonio! De un Manuel que ofreciendo a su esposa para sacrificio, dirigiéndose a una multitud de fieles, exclama: ¡Mi mujer está poseída por el demonio! ¡Hay que lavar el alma de los pecadores con sangre de los inocentes!
Nos remitimos someramente a la imagen de nación que da esta película porque además del lamento ante la despotenciación que el orden victorioso impone sobre los sujetos subalternizados y la violencia patriarcal horizontalizada que ello suscita en los sujetos socializados y regidos por el principio de masculinidad moderno que se construye en torno a la imagen de varón proveedor; también nos permite referirnos a las comunidades como los Cangaços pero también como los Quilombos, como Canudos (cuya ambigüedad es hermosamente retratada en el mítico Os Sertões de Euclides Da Cunha y en La guerra de los Mundos de Mario Vargas Llosa) o como también podrían pensarse los Ejidos de México, las Montoneras en Argentina, los Mirs en Rusia o la Comuna de París: ante la pulsión monopolizadora inherente del estado-nación moderno que se narra en un monólogo masculino como el proveedor y protector de la sociedad una e indivisa, estas comunidades que se autoabastecen, que imaginan otro orden de lo común, otra geografía y forma de sociabilidad, reasumiendo el cuidado y la violencia, es decir que interrumpen -parcial y contradictoriamente- aquél monólogo nacional, son por ello cruelmente reprimidas y aniquiladas.
4. Interrupciones: diálogos, secretos y silencios
En un hermoso y contundente texto, la ya citada Josefina Ludmer (1985) habla del silencio como posible treta del débil que está en posición de subordinación y marginación. Como toda táctica popular de resistencia frente a un poder, la sumisión y aceptación del lugar asignado se conjuga con el antagonismo y enfrentamiento o el retiro de colaboración: lo otro instalado al interior de lo mismo impidiendo o desestabilizando la confirmación de las identidades de los polos enfrentados, la síntesis. Las tretas son relativas y posicionales puesto que se emplean ante lo considerado superior o autoridad, donde el decir del monólogo masculino de nación, en nuestro caso, es la ley del otro -que da, quita o exige la palabra- y el saber -la imaginación discordante con la mostración, la interpretación incorrecta de la representación- representante patriarcal de nación, o la interrupción del monólogo masculino de nación- es la ley propia. La treta consiste en despojarse de la palabra pública, de la imagen que representa una identidad totalitaria, realizada y completa, que se aparece como un aparato disciplinario, como una zona valorada y dominante, donde la exigencia de otros se liga con la violencia. Si el gesto del superior hacia el subalterno definido por la carencia (sin tierra, sin escritura) de dar la palabra o de hablar en nombre de, en la ficción de transcribir su “lenguaje particular”, pretende una alianza utilitaria -que para el polo subordinado significa la aceptación de su proyecto, nacional patriarcal aquí- el no decir pero saber, decir no saber pero saber o decir lo contrario a lo que se sabe, implica un retiro de colaboración.
Las tretas del débil parten del lugar “propio” asignado por las divisiones dominantes representadas, aceptadas y creídas como leyes trascendentes -es decir como dogmas autoritarios y eternos que han borrado de su representación la huella de la historia, la circunstancias concretas en las que emergieron, que han sido fetichizadas– pero cambiando el sentido al lugar y a lo instaurado en él, operando un traslado y una transformación, anexando de contrabando otros campos de lo real como podría ser el económico, el político, el científico, el estético, etc: espacios regionales que han sido extraídos de lo cotidiano y lo personal por la lógica de socialización mediante la abstracción de la nación, el valor y el género. Movimiento de desterritorialización y reterritorialización entonces, que habilita nuevos puntos de partida y perspectivas para otros discursos y otras prácticas, que posibilita diálogos entre diferentes.
En un sentido similar, Martín Kohan (2003) recoge al secreto como una interrupción en la continuidad del tiempo histórico capaz de cobijar las intenciones interiores de lo real. Y también al silencio como un agujero en el lenguaje imposible de ser interpretado (pues en todo caso lo que se interpreta son los cuerpos y los gestos silenciosos, los rastros de sentido en sus márgenes, en lo que antecede o en lo rodea a ese corte abrupto). Recupera el secreto y el silencio en lo que tienen de conflictuales, y en tanto tales, de motores principales de la organización social que se caracteriza por lo manifiesta y lo que oculta: mecanismos de inclusión y exclusión que fundan regímenes de jerarquías o sentidos de hermandad. A diferencia de lo escrito y su potencial de publicidad, el secreto puede permanecer como un resto de ficcionalidad en la historia considerando su aspecto formal, no su contenido (puesto que el encanto, el valor, la seducción del secreto está en el misterio, en la espectacularidad del ocultamiento). Por ello nosotras distinguimos dos tipos de secretos, silencios u olvidos. Por un lado, aquellos sustancializados por el imaginario totalitario que espectaculariza su poder de velar y develar: hay algo que ocultar porque ha sido sustraído del campo de lo simbolizable y fijado maniqueamente como imagen de lo terrorífico que paraliza y enmudece (victimiza) o como imagen de lo valioso que inicia y realiza un movimiento tautológico imparable (despoja). Y por otro lado, aquellos desustancializados por una imaginación fragmentaria que se preserva en la existencia componiendo un cuerpo complejo-colectivo capaz de afectar y afectarse de mayores y mejores maneras: no hay algo que callar, olvidar u ocultar sino sólo el callar, olvidar u ocultar (como treta, saber o gesto absorto). En ambos casos se detiene la máquina semiótica, pero en un caso ante el poder de una imagen inefable que satura el imaginario mediante la abstracción, la homologación, la equivalencia y cuantificación: ante ella se calla, se padece, porque está todo dicho. En otro caso ante la potencia de una imagen inefable que regocija la imaginación compuesta de fragmentos mediante la concretización, la diferenciación y la cualificación de lo intraducible- inapropiable: ante ella se calla y se obra, se afecta o se contempla, porque no hay nada dicho y todo por decir o porque no hay nada para decir y todo por hacer.
Así entendido, desustancializado, en el conflicto que funda el secreto o el gesto silencioso por su desciframiento se enfrentan voluntades, no identidades ni oposiciones plenas: no es un antagonismo dialéctico que redunda en síntesis o integración. En el reverso de la nación el gesto del secreto o del silencio es la treta o el saber de una voluntad que mantiene una relación mediada por la imaginación, antes que por el imaginario patriarcal, con la historia y la identidad nacional una vez vaciadas de contenidos sustanciales. Una relación fantástica y fantaseada. Puro gesto, puro hacerse, el secreto de la identidad nacional desustancializada funda un enfrentamiento en que lo otro se instala al interior y desestabiliza el lugar de lo mismo: cada polo es incapaz de afirmarse en identidad consigo mismo puesto que la convivencia de lo igual y distinto, lo homogéneo y heterogéneo, lo uno y lo otro, genera ambivalencias antes que interacciones, mezclas o simbiosis. La nación desustancializada vacía de realidad aquella imagen de la identidad nacional que funciona como una meta realidad, como una matriz idiosincrática de producción y organización de la alteridad interior que se pretende totalizar y sintetizar como un “crisol de razas”, “melting pot”, “galeia geral” (Segato, 2007).
Si lo que Kusch (1973) llama el pensamiento seminal, propio del mundo indígena y popular en América Latina, se contrapone al pensamiento causal propio del ciudadano del mundo occidental, pues es un saber de salvación y no de dominio, que busca revelaciones y no soluciones; podemos decir que aquí donde un sujeto popular abigarrado, ambiguo, ch’ixi se instala al interior de la imagen unívoca de nación patriarcal, con su secreto o su silencio, se desestabiliza cualquier posibilidad de identificación de los polos. Se desgarra el tejido sintético de la nación con las tramas de una lengua o un territorio ch’ixi que es como una reverberación: sólo a la distancia parece un tercer color, pero está compuesto de colores opuestos. Un espacio donde los contrarios se energizan mutuamente, lo heterogéneo se radicaliza, para que los tejidos sean más fuertes y nítidos y eclosionen con sus fricciones el tiempo vivido del presente (Rivera Cusicanqui, 2018) En un enfrentamiento donde no importa ya la solución, disolución o resolución del enigma que dé con una correcta interpretación de la totalidad realizada, idéntica a sí misma (para dominarla y afirmarse en ella como representación-representante o negar su existencia), sino antes bien la revelación y la salvación enigmática que desplaza y malinterpreta la imagen implosionándola, dejando fragmentos dispersos, restos ficcionales, gestos inconclusos.
5. Imaginaciones: mutaciones y contagios transfronterizos
Para concluir este ensayo volvemos a la pregunta que nos hicimos al inicio: ¿cómo la lógica de dominación impersonal patriarcal capitalista se encarna en los modos de mostrarse y en el mismo ser mostrado de lo nacional en la modernidad? El recorrido (arbitrario) por textos (dispares) nos permitió precisar y arriesgar nuevas definiciones de lo que entendemos por patriarcado, por nación y por resistencias ante sus lógicas de dominación. Hemos definido a la nación como objeto (del culto integrador) y sujeto (productor de semióforos, de marcas de espacios sagrados, eternos y comunes) del patriarcado capitalista. Pero también definimos a la nación, por un lado, como representación en su doble acepción, es decir como autorrepresentación, idea y memoria de un objeto ausente que se conoce de manera mediada y por tanto signo transitivo, transparente (que representa algo) y como presentificación de lo ausente que habla en nombre de, ocupa el lugar de y por tanto signo reflexivo, opaco (se presenta representando algo). Y por otro, a la nación como cánon: una máquina de valores que genera sus propias verdades y se autoconfirma a partir de criterios de exclusión y de valor. No sólo a través de los dispositivos que delimitan y repiten una idea de lo común, también mediante el olvido (de que la relación entre significado y significante y su eficacia es un producto de la lucha) el valor de lo nacional, como el valor mercantil, pasa a representar el equivalente abstracto y totalitario del conjunto de relaciones sociales despojadas de su contenido histórico, concreto y sensible al interior de un territorio imaginario separado de la vida.
Encontramos que la lógica de dominación impersonal del patriarcado moderno se construye y expresa en la imagen de nación como representante que presentifica lo ausente, es decir habla o se muestra en nombre de y se autorepresenta como imagen de una totalidad abstraída de las existencias concretas que son privatizadas. El principio de masculinidad abstracta se encarna en el ciudadano moderno y en el imaginario patriarcal belicoso a partir de un conjunto de imágenes de un estado-nación proveedor-protector que garantiza, contra las interrupciones, excesos y fuerzas contradictorias, la permanencia y continuidad de un lugar simbólico y físico al interior de sus fronteras. En su pulsión monopolizadora construye una imagen insimbolizable -el valor- de lo nacional patriarcal que satura y totaliza el imaginario mediante la abstracción y la homologación de las existencias. Sin embargo, analizando la lógica de dominación patriarcal moderna en su desdoblamiento nacional y el propio mecanismo de representación-canonización de la nación como (productora de su propia) imagen, mostramos que no hay equivalencias estables porque entre la mostración y la imaginación siempre son posibles discordancias. El secreto, el silencio, el diálogo entre lo irreductiblemente heterogéneo como posibles tretas o saberes, interrupciones del monólogo masculino de nación, interpretaciones incorrectas o fabuladas de la imagen patriarcal de nación, son movimientos de desterritorialización de los campos que han sido extraídos de lo cotidiano y lo personal y de reterritorialización ch’ixi donde lo ambiguo eclosiona con sus fricciones el tiempo vivido del presente. La imagen inefable de una nación desustancializada, a la manera del mito incaico mariateguiano, potencia la imaginación compuesta de fragmentos dispersos, restos ficcionales, gestos inconclusos mediante la concretización, la diferenciación y la cualificaciónde lo intraducible-inapropiable al instalarse al interior de la imagen unívoca de nación patriarcal y desestabilizar cualquier posibilidad de identificación estable.
¿Cómo es posible la contradicción, el enfrentamiento y antagonismo sin identidades sustanciales? Como un virus invisible, a diferencia de un elemento patógeno externo (enemigo visible, sustancial, interno o externo, extranjero, discreto, identificable, expulsable, aniquilable) la energía renovable y desprejuiciada de las imaginaciones que recombinan los posibles, se encarna (y sólo entonces vive) en una sustancia-una de lo vivo sin identidades estables ni fijas que se automodifica y muta. Lo escindido-abyecto de la imagen de nación patriarcal: lo feminizado, extranjerizado, barbarizado y despojado, desde el lugar de lo asignado como propio, (se) desplaza y desterritorializa (en) las fronteras fijadas por el imaginario patriarcal belicoso cuando se contagia por las imágenes implosionadas con las fuerzas transfronterizas que exceden lo simbolizable y se automodifica contrabandeando regiones tenidas como discretas, expropiadas y separadas del resto de lo vivo. El virus de la imaginación mutante se concretiza, diferencia y cualifica en la potencia de lo vivo intraducible-inapropiable.
Bibliografía
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[1] Licenciada en Sociología por la Universidad de Buenos Aires. ORCID id: https://orcid.org/0000-0002-8175-4968.
[2] Aquí es preciso atender a la irreductibilidad y a la heterogeneidad semiótica entre las distintas producciones simbólicas. Ante una lógica logocéntrica y hermenéutica que otorga preeminencia a la lógica de producción de discurso propia de la textualidad, se afirma la existencia otras lógicas. Como la propia de la imagen, es decir la formas de representación no son expresión inmediata, ni automática de un status o una potencia. Sino que su eficacia, analizada relacionalmente, depende de la percepción y de la adhesión o distancia con los mecanismos de presentificación y persuasión. Es decir, no hay equivalencias estables porque entre la mostración y la imaginación siempre son posibles discordancias.