Buen Vivir, Nature in dispute and Rural Social Movements: a critique of Rural Development
Juan Wahren[1]
Agustina Schvartz[2]
Resumen
En este artículo presentamos una mirada crítica del concepto de desarrollo rural. Asimismo proponemos conceptos alternativos ligados a las experiencias y saberes de los movimientos sociales rurales de América Latina, basados en una relación de reciprocidad con la naturaleza. Para ello retomamos las nociones de Buen Vivir (Sumak Kawsay/Sumaq Qamaña) de los pueblos Kichwa y Aymara respectivamente. Analizamos estos conceptos a través de lo que Boaventura de Sousa Santos denomina sociología de las ausencias y sociología de las emergencias desde la perspectiva descolonial. Realizamos una genealogía crítica de la noción de desarrollo. Luego presentamos las nociones básicas del concepto de Buen Vivir. Finalmente presentamos como propuesta una constelación conceptual con el fin de superar la noción de desarrollo rural, como categoría analítica y orientadora de políticas públicas hacia los mundos rurales latinoamericanos. Analizamos el desarrollo y el Buen Vivir como nociones diferenciadas de proyectos civilizatorios contrapuestos sobre cómo relacionarse con la Naturaleza. El desarrollo aparece como noción hegemónica y el Buen Vivir como concepto contra-hegemónico para repensar los modelos civilizatorios y la relación de la humanidad con la Naturaleza.
Palabras Clave:
Desarrollo Rural; Buen Vivir; Territorio; Movimientos Sociales; Pueblos Indígenas
Abstract
In this article we present a critical view of the concept of rural development. We also propose alternative concepts linked to the experiences and knowledge of rural social movements in Latin America, based on a relationship of reciprocity with nature. To this end, we take up the notions of Buen Vivir (Sumak Kawsay/Sumaq Qamaña) of the Kichwa and Aymara peoples respectively. We analyse these concepts through what Boaventura de Sousa Santos calls the sociology of absences and the sociology of emergencies from a decolonial perspective. We carry out a critical genealogy of the notion of development. We then present the basic notions of the concept of Buen Vivir. Finally, we propose a conceptual constellation with the aim of going beyond the notion of rural development as an analytical and guiding category for public policies towards Latin American rural worlds. We analyse development and Buen Vivir as differentiated notions of opposing civilising projects on how to relate to Nature. Development appears as a hegemonic notion and Buen Vivir as a counter-hegemonic concept for rethinking civilisational models and humanity’s relationship with Nature.
Key words
Rural Development; Buen Vivir; Territory; Social Movements; Indigenous People.
Introducción
En este artículo presentamos una mirada crítica del concepto de desarrollo orientado a los mundos rurales y proponemos conceptos alternativos ligadas a las propias experiencias y saberes de los movimientos sociales rurales de América Latina, basados en una relación de reciprocidad con la naturaleza. Para ello retomamos las nociones de Buen Vivir (Sumak Kawsay/Sumaq Qamaña) de los pueblos Kichwa y Aymara respectivamente, analizando estos conceptos a través de lo que Boaventura de Sousa Santos (2003) denomina sociología de las ausencias y sociología de las emergencias. La noción de colonialidad del saber (Quijano, 2003) nos permite analizar cómo al instaurarse a escala mundial un sistema mundo hegemónico moderno/capitalista/colonial, se impuso la raza blanca, europea, occidental como superior a las demás. Es decir, “el patrón de poder fundado en la colonialidad envuelve también un patrón cognitivo una nueva perspectiva de conocimiento dentro de la cual lo no-europeo es el pasado y de ese modo inferior, siempre primitivo” (Quijano, 2003, p.221). En efecto, la instauración de la ciencia moderna como saber privilegiado “trajo consigo la destrucción de muchas formas de saber, sobre todo de aquellas que eran propias de los pueblos objeto del colonialismo occidental. Tal destrucción produjo silencios que volvieron impronunciables las necesidades y aspiraciones de los pueblos o grupos sociales cuyas formas de saber fueron objeto de destrucción” (De Sousa Santos, 2003, p.31).
La “sociología de las ausencias” propuesta por De Souza Santos nos brinda, entonces, la posibilidad de comprender y retomar aquellas cosmovisiones y paradigmas de los actores sociales subalternos históricamente invisibilizados, rescatando sus propias voces y pensamientos y otorgándoles la posibilidad de desplegar su potencia epistemológica a partir de la construcción de un espacio de diálogo, de la relación entre los saberes hegemónicos y contrahegemónicos, del “análisis de las jerarquías entre ellos y de los vacíos que tales jerarquías producen. El silencio es, pues, una construcción que se define como síntoma de un bloqueo, de una potencialidad que no puede ser desarrollada” (De Souza Santos, 2003, p.32). Esto implica entonces un “epistemicidio” que pone en jaque los saberes de esos sujetos subalternos a la vez que invisibiliza a los propios sujetos en pos de una “monocultura del saber” (De Souza Santos, 2006) que postula como saber universal y jerárquicamente superior a la ciencia moderna y occidental (Quijano, 2003).
Para recuperar estos saberes invisibilizados, la “sociología de las ausencias” se propone conformarse como “una sociología insurgente para intentar mostrar que lo que no existe es producido activamente como no existente, como una alternativa no creíble, como una alternativa descartable, invisible a la realidad hegemónica del mundo” (Santos, 2006, p.23). La idea de construir una “ecología de saberes” (Santos, 2003) implica el desafío de poner en dialogo no jerárquico el saber científico moderno occidental (sin abjurar del mismo) con esos otros saberes invisibilizados, donde pueda dialogar “con el saber laico, con el saber popular, con el saber de los indígenas, con el saber de las poblaciones urbanas marginales, con el saber campesino.” (Santos, 2006, p.26).
De forma complementaria, la “sociología de las emergencias” (Santos, 2006) se propone retomar aquellas experiencias actuales de creación de alternativas al sistema hegemónico, aquellos “campos de experimentación social” que ponen en práctica, de manera embrionaria y en territorios específicos, otras formas de practicar y significar la relación con la naturaleza, las relaciones sociales y económicas, los sistemas de salud los formatos educativos, etc. Experiencias que aparecen apenas como indicios de formas sociales nuevas y que suelen dejarse de lado en las consideraciones científicas por ser pequeñas en términos demográficos, tener poco impacto político o no expresar al conjunto de una sociedad determinada. Esta “sociología de las emergencias”, entonces, intenta analizar y rescatar “las señales, pistas, latencias, posibilidades que existen en el presente que son señales del futuro, que son posibilidades emergentes y que son “descredibilizadas” porque son embriones, porque son cosas no muy visibles.” (Santos, 2006, p.30).
El territorio es donde los movimientos sociales despliegan estos “campos de experimentación social”, por ello nos resulta importante esbozar una definición de territorio: lo definimos como un espacio geográfico atravesado por relaciones sociales, políticas, culturales y económicas que es resignificado constantemente por los actores que habitan y practican ese espacio geográfico, configurando un escenario territorial en conflicto por la apropiación y reterritorialización del espacio y los recursos naturales que allí se encuentran. En efecto, la idea de territorio no puede separarse de la noción de conflicto entre diferentes actores sociales en un proceso dinámico de territorialización, desterritorialización y reterritorialización (Mançano Fernandes, 2005), que implica a su vez una resignificación de las identidades sociales de los actores que habitan y practican esos territorios. En última instancia, el territorio es un espacio multidimensional donde los actores sociales producen y reproducen la cultura, la economía, la política, en definitiva, la vida en común (Wahren, 2011). El territorio aparece dotado de sentidos políticos, sociales y culturales. En efecto,
el territorio no es simplemente una sustancia que contiene recursos naturales y una población (demografía) y, así, están dados los elementos para constituir un Estado. El territorio es una categoría densa que presupone un espacio geográfico que es construido en ese proceso de apropiación- territorialización- propiciando la formación de identidades- territorialidades- que están inscriptas en procesos que son dinámicos y mutables; materializando en cada momento un determinado orden, una determinada configuración territorial, una topología social (Porto Gonçalves, 2002, p.230, nuestra traducción).
Los movimientos sociales que disputan territorios, esas formas de producir y reproducir la vida en común de manera antagónica a los actores sociales hegemónicos ligados a la dominación cultural, política y/o económica que comportan otras formas de practicar y significar al territorio, excluyentes de los modos de ser y estar de los movimientos sociales en esos espacios de vida. Los movimientos sociales configuran un territorio, un espacio-tiempo de la subalternidad como experiencia alternativa al orden territorial hegemónico. De este modo podemos afirmar que existen diferentes modos yuxtapuestos de habitar y practicar los territorios. Los modos hegemónicos, ligados a las lógicas del sistema/mundo capitalista/colonial/patriarcal/antropocéntrico y las formas subalternas de territorialidad, ligadas a las experiencias particulares de distintos actores sociales.
Cuando los movimientos sociales practican y habitan esos territorios de manera preponderante frente a las lógicas hegemónicas despliegan su dimensión creativa a partir de sus propias lógicas sociales, políticas, económicas y culturales, ligadas a formas de autogobierno, autogestión y autonomía. En definitiva, cuando esa territorialidad subalterna es resignificada- en tanto experiencia vital de los propios actores sociales a la vez que experiencia alternativa y disruptiva con las formas hegemónicas- como un “campo de experimentación social”, es cuando la nominamos como “territorio insurgente” (Wahren, 2011). Por otra parte, nos parece interesante plantear que tanto la noción de desarrollo como las nociones alternativas, como el buen vivir, son construcciones históricas, culturales y políticas de un relato anclado en proyectos civilizatorios determinados. Son construcciones “míticas” producto de imbricaciones entre experiencias concretas de diferentes pueblos, clases sociales y disputas de sentido entre actores contrapuestos, que se cristalizan en determinados conceptos o cosmovisiones que ordenan proyectos societales determinados.
Para analizar estas disputas y tensiones, tomamos la idea de mito de Ernesto Laclau -planteada tangencialmente en su obra- para quien la eficacia del mito es esencialmente hegemónica; “consiste en constituir una nueva objetividad a través de la rearticulación de los elementos dislocados. Toda objetividad no es, por lo tanto, sino un mito cristalizado” (2000, p.77). Así el mito funciona como un agente dislocador y desestructurante de una objetividad estructural determinada. El mito puede ser una herramienta de consolidación de una estructura dominante, pero también pueden habilitar procesos de cambios estructurales en pos de un horizonte emancipatorio, es decir, se presenta como “alternativa frente a la forma lógica del discurso estructural dominante” (Laclau 2000, p.78).
En esta sociedad “abigarrada” (Zavaleta Mercado, 2008) que es América latina, reemerge en las últimas décadas una construcción mítica que se enlaza entre el pasado y el presente a través de la acción de diversos pueblos indígenas y movimientos campesinos, que comienzan a cristalizar mitos contrahegemónicos desde de la noción del “Buen Vivir”. Es en este clivaje del concepto de mito planteado por Laclau (2000) que analizamos los desafíos, límites y potencialidades de las disputas civilizatorias entre el “Desarrollo” y el “Buen Vivir” en el marco de formas antagónicas de relacionamiento con la naturaleza y el territorio.
1. La (de)construcción del mito del desarrollo
En este apartado establecemos brevemente una mirada crítica hacia la idea de desarrollo orientada a la forma de apropiación de la naturaleza. Esta noción surge con la consolidación del “sistema/mundo capitalista/colonial” (Wallerstein, 1974) en el marco de la Modernidad, e identifica al desarrollo con el mejoramiento de la calidad de vida e indicadores de bienestar material, la reducción de la pobreza y los procesos de industrialización (Viola, 2000) con base en el modelo industrial surgido en Europa Occidental a partir de la denominada Revolución Industrial. En efecto, este mito del desarrollo surge como parte del proceso de la consolidación del sistema capitalista y la conformación de la burguesía como clase hegemónica, así
la idea de que la naturaleza no es otra cosa que un dominio a explotar por el hombre, por ejemplo, es todo lo que uno quiera, excepto evidente desde el punto de vista de toda la humanidad anterior y, aun hoy, de los pueblos no industrializados. Hacer del saber científico esencialmente un medio de desarrollo técnico, darle un carácter de predominancia instrumental, corresponde también a una actitud nueva. La aparición de estas actitudes es inseparable del nacimiento de la burguesía (Castoriadis, 2010, p. 34).
¿Qué nos está diciendo Castoriadis con esto? Que cuando empieza a surgir el “sistema mundo” hegemónico (Wallerstein, 1974) -el sistema mundo capitalista, colonial, moderno y patriarcal-, se van consolidando a lo largo de la historia reciente dos dispositivos de dominación concatenados. Por un lado, aparece la mercantilización absoluta de la naturaleza. Es decir, la idea de construirla como una mercancía, como algo que se puede comprar y vender, que es algo que aparece como impensable desde la perspectiva de miles de pueblos indígenas y poblaciones campesinas del mundo. La naturaleza desde estas racionalidades hoy invisibilizadas, negadas y oprimidas, no podía ser solamente o principalmente una mercancía. Esto es una idea que tiene, cuanto mucho, quinientos años de historia, cuando empieza el proceso de acumulación originaria y el despojo que implicó la Conquista de América. Es la cristalización de un mito, que actualmente aparece como un relato hegemónico que permite que la humanidad “cosifique” a la naturaleza como una mercancía.
Por otro lado, está la idea de que la ciencia es el saber más relevante, por encima de otros saberes y experiencias que actúa, justamente, como mero instrumento del desarrollo tecnológico, una noción de ciencia como cristalización del conocimiento al servicio del capital, al servicio de maximizar las ganancias: cómo se puede explotar de manera integral y sistemática la fuerza de trabajo, cómo extraer las riquezas de la naturaleza de forma más eficiente. Esta idea instrumental de la ciencia se encuentra ligada a la idea de la mercantilización de la naturaleza y la noción de desarrollo. Este mito del desarrollo se estructuró como el modelo global deseable para el conjunto de los países a través de la hegemonía política, económica y cultural de los países centrales de Europa y Norteamérica
convirtió la historia en un programa, un destino necesario e inevitable. El modo industrial de producción, que no era más que una forma social entre muchas, se transformó por definición en el estadio terminal de una evolución social unilineal (…) La metáfora del desarrollo confirió hegemonía global a una genealogía de la historia puramente occidental, robando a las gentes y pueblos de distintas culturas la oportunidad de definir las formas de su vida social” (Esteva 2000, p.73).
El desarrollo, entonces, remite a una red semántica ligada a las nociones de crecimiento, evolución, maduración y modernización. Esta noción permea y atraviesa el conjunto de las políticas públicas de los estados nacionales durante gran parte del siglo XX, pero también reaparece como mito hegemónico en el siglo XXI, sea en su versión “neodesarrollista-neoliberal”, como por ejemplo los planes de infraestructura a nivel regional, como son para el caso de América Latina, el “Plan Puebla Panamá y el Plan IIRSA (Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana) o los Tratados de Libre Comercio (TLC), impulsados por diferente organismos multilaterales de crédito y Estados Unidos; ya sea en su versión “neodesarrollista-neoprogresista” donde diferentes gobiernos latinoamericanos basan sus planes de desarrollo y redistribución de la riqueza en la sobre-explotación de la naturaleza que no cambian la matriz productiva basada en la extracción de bienes primarios (Gudynas, 2011), proceso que Svampa ha definido como “Consenso de los Commodities” (2012).
Por otra parte, el mito del desarrollo se asocia también a la idea de producción y consumo ilimitados, donde el crecimiento económico y el desarrollo son cuantificados y medidos de acuerdo con los niveles generales de industrialización y productividad y también a los niveles de consumo con estándares cada vez más altos de utilización de energía y de explotación de la naturaleza. En este sentido, la crisis climática global expresa una crisis paradigmática del propio sistema de acumulación capitalista, donde la sustentabilidad del propio sistema y el planeta tierra se encuentran en riesgo, producto del colosal desarrollo de las fuerzas productivas, no sólo a través de la sobreexplotación del trabajo humano sino también por medio del uso intensivo de la naturaleza. Efectivamente se trata de la “imposible continuidad del modelo industrialista y depredador, basado en la lucha de los humanos contra la naturaleza, en la identificación del bienestar y la riqueza como la acumulación de bienes materiales, con las consecuentes expectativas de crecimiento y consumo ilimitados” (Lander 2009, p.31).
En la actualidad, los recursos naturales volvieron a ser elementos estratégicos para el desarrollo del “sistema/mundo capitalista/colonial” (Wallerstein, 1974), tal como se dio en el largo proceso de surgimiento de este sistema/mundo con la “acumulación primitiva” (Marx, 2002), a través de la expropiación de la tierra y los recursos naturales. Este proceso lo caracterizamos como de “acumulación por desposesión” (Harvey, 2004) que implica que el capitalismo, para mantener su proceso de reproducción ampliada del capital no requiere únicamente de un proceso previo o “originario” de acumulación extrayendo los recursos naturales y la tierra, sino que esta acumulación por desposesión de los recursos naturales y los territorios es un proceso permanente e inherente del capitalismo. El agronegocio, los hidrocarburos y la megaminería son las actividades paradigmáticas de este proceso en América Latina. En este proceso de apropiación de la renta de la naturaleza existe también una apropiación discursiva y material que resignifica la naturaleza como “recursos naturales”. En este sentido,
el discurso utilitario del capital reemplaza el término naturaleza con la noción de recursos naturales, focalizando en esos aspectos de la naturaleza que pueden ser apropiados para el uso humano […] las plantas consideradas valiosas devienen en cultivos, las especies que compiten con ellas se nombran peyorativamente como hierbas o malezas, y los insectos que se comen los cultivos son estigmatizados como plagas” (Scott, 1998, p.13, traducción propia).
En efecto, el capitalismo no sólo mercantiliza la naturaleza, sino que “el propio capital rehace a la naturaleza y a sus productos biológica y físicamente (y política e ideológicamente) a su propia imagen y semejanza” (O´Connor 2003, p.33) en una transformación que selecciona a algunos componentes de la naturaleza como mercancías y a otros como desechos. Allí es donde se encuentra actualmente el nodo de la lógica extractiva del sistema productivo hegemónico que -además de desplazar y arrinconar a las comunidades indígenas y campesinas- destruye la propia naturaleza de donde obtiene los “recursos” para su propio proceso de acumulación y expansión. Retomando a Lander, la tierra “está siendo explotada más allá de su capacidad de reposición. Los seres humanos que vivimos hoy estamos utilizando no sólo la totalidad de la capacidad de reposición, sino la parte que le correspondería a las futuras generaciones” (2009, p.32). Este mito del desarrollo se expande exponencialmente con la hegemonía del sistema mundo a través de los siglos, pero en las últimas décadas cobra un nuevo impulso a través del proceso de globalización, entendido como un proceso de expansión y mundialización del capitalismo que transformó profundamente las relaciones sociales, económicas, políticas y culturales de diferentes países a escala mundial.
2. El agronegocio como modelo de desarrollo hegemónico en los mundos rurales
La noción de desarrollo rural en América latina se encuentra asociada a las formas de mercantilizar la naturaleza y el trabajo agrario de los sujetos campesinos e indígenas. Esta constatación empírica de la mercantilización de la naturaleza que implica el desarrollo y el extractivismo se vislumbra no sólo en informes y trabajos académicos, sino que puede observarse en cada comunidad campesina y/o indígena de Nuestra América. En la mayor parte de estos territorios se constatan disputas entre las poblaciones locales con alguna actividad extractiva. El relato que sostiene esta apropiación de la renta de la vida (Bartra, 2008) en los mundos rurales es justamente, el mito del desarrollo y el progreso indefinidos atados a las nuevas tecnologías que se apropian de la naturaleza, una vez más y a niveles cada vez más profundos -hasta la propia genética de la biodiversidad de la naturaleza- con el objetivo de remediar el déficit de alimentos a escala global (Giarracca y Teubal, 2008).
Es en estos dispositivos donde se enraízan las políticas estatales y para estatales del desarrollo rural, impulsadas por las distintas instituciones de gobernanza global y organizaciones financieras internacionales ya señaladas, así como las instituciones internacionales orientadas hacia los mundos rurales como la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), agencias gubernamentales de desarrollo de los países centrales como la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo (USAID) y la Agencia Alemana de Cooperación Técnica (GTZ), así como las grandes ONG globales como Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural (RIMISP), Fundación AVINA, etc. (Montenegro, 2008). Todas estas instituciones, con sus matices, vienen aplicando esta noción del desarrollo rural en toda América Latina, pero también en Asia y África, en el denominado “sur global”. El mito del desarrollo se convierte así en un consenso para erradicar la pobreza a través de la industrialización del campo, la aplicación de nuevas tecnologías de la información y de biotecnología y con nuevos formatos organizativos, incorporando (y, como veremos más adelante, despolitizando) a los sujetos rurales subalternos a la lógica del mercado capitalista. Así se construye una nueva territorialidad despojada de conflictos y disputas. En términos de Jorge Montenegro, se otorga al territorio protagonismo, como
factor de producción decisivo, integrador de actividades económicas diversas, aglutinador de las voluntades de sus habitantes, base para una preocupación con el medio ambiente más organizada y empresarial, fruto de las políticas públicas de escalas e instancias diversas, el territorio del desarrollo territorial rural se convierte en factótum de la nueva propuesta: un territorio de la cooperación, la solidaridad y la articulación de intereses. El territorio del consenso emerge, de esta forma, como figura privilegiada para pensar soluciones para el medio rural latinoamericano, como si ese consenso fuera neutro, como si los intereses y dominaciones atávicas y recientes, de repente, desapareciesen. (Montenegro, 2008, p.252-253).
El territorio es vaciado de la conflictividad social inherente al mismo cuando interactúan actores antagónicos y con diferentes pesos políticos y económicos. Estos programas, focalizados en “reducir la pobreza rural” y en “llevar el desarrollo al campo”, (Montenegro, 2008) intentan despolitizar a los sujetos campesinos e indígenas, al tiempo que se proponen subordinar al esquema del agronegocio en particular y del extractivismo en general a esos actores subalternos de los mundos rurales, a esos campesinos y comunidades indígenas que estaban por fuera del modelo agrario hegemónico y que están resistiendo el avance del agronegocio y otras actividades extractivas en sus territorios. El desarrollo rural se encuentra ligado también al despliegue territorial del extractivismo, específicamente al modelo de agronegocio. En la década de los noventa comienza a ser hegemónico este nuevo modelo agropecuario denominado generalmente como “agronegocio”, el cual ha implicado una profundización e intensificación de la producción agroindustrial orientada a la provisión de insumos para la exportación, donde priman las lógicas del mercado internacional de commodities y donde la concentración de poder económico y de decisión por parte de algunas empresas sobre las cadenas de distribución y comercialización determina los precios de los productos en detrimento de los pequeños y medianos productores (Wahren, 2016b).
Asimismo, el avance del modelo del Agronegocio ha implicado una nueva territorialidad de los mundos rurales debido al avance que ha tenido sobre poblaciones, montes y bosques. El Agronegocio impone determinados modos de producción, obligando a una reterritorialización de poblaciones enteras que ven imposibilitada la continuidad de sus modos de vida. En efecto, de lo que se trata el proyecto del Agronegocio para el campo latinoamericano es el de una “agricultura sin agricultores” (Wahren, 2016b). Frente a este avance del desarrollo, el desafío de los movimientos sociales rurales que habitan los territorios donde avanza el extractivismo es consolidar sus territorios y potenciar en ellos formas alternativas de practicarlos y resignificarlos acorde con sus pautas culturales, logrando un reconocimiento pleno para el manejo autogestionado del territorio y los recursos naturales, lo cual implica también un alto grado de autonomía política, es decir autogobierno.
De este modo observamos cómo distintos sujetos sociales pueden elaborar y construir una forma determinada de apropiación territorial “contrahegemónica”, trastocando por lo menos algunas de las lógicas esenciales del sistema hegemónico en torno a los recursos naturales, es decir, construir nuevos usos y sentidos en torno a los recursos naturales, alejados de la lógica mercantilizadora del sistema mundo capitalista colonial (Wallerstein, 1974, Quijano, 2003). En efecto, estas formas de apropiación del territorio y los diferentes usos y sentidos otorgados a los recursos naturales -que denominamos como “Territorios Insurgentes” (Wahren, 2011)- ponen en discusión, diálogo y conflicto a diversos proyectos o modelos “civilizatorios” que contraponen formas de desarrollo ligadas a las lógicas del “sistema mundo moderno y colonial” con otras formas de relacionamiento con el territorio y los recursos naturales ligadas a los usos y costumbres indígenas y campesinas, así como a las resignificaciones construidas por los propios actores sociales.
3. El Buen Vivir desde las cosmovisiones de los pueblos Kichwa y Aymara
Retomando la propuesta de la “sociología de las ausencias” y la “sociología de las emergencias” (Santos, 2003) rescatamos aquellas cosmovisiones como el “Buen Vivir” y las formas de producción campesinas e indígenas que sobrevivieron desde los comienzos de la agricultura, adaptándose y trasnformándose al ritmo de los cambios estructurales y políticas a nivel global; resistiendo desde su forma de producir y reproducir la vida campesina e indígena, ligadas a la producción para el autoconsumo, en una relación de reciprocidad con la naturaleza (García Guerreiro y Wahren 2014). En esta dirección, retomamos a Arturo Escobar quien afirma que “la construcción de paradigmas alternativos de producción, órdenes políticos y sustentabilidad, son aspectos de un mismo proceso, y éste proceso es impulsado en parte por la política cultural de los movimientos sociales y de las comunidades en la defensa de sus modos de naturaleza/cultura. Es así como el proyecto de movimientos sociales constituye una expresión concreta de la búsqueda de órdenes alternativos de producción y ambientales” (2000, p.202).
Los conceptos de Sumaq Qamaña y Sumak Kawsay (Buen Vivir/Vivir Bien) constituyen parte de la identidad histórica y cultural de los pueblos kichwa y aymara. Para ello analizarlos, hemos tomado las perspectivas de referentes políticos y académicos indígenas de Bolivia y Ecuador. Su recuperación y resignificación aparecen como herramientas clave para comprender el proyecto estratégico de regeneración cultural, identitaria y territorial de los pueblos indígenas de América Latina -en definitiva, la reconstrucción de un mito- y su relacionamiento en reciprocidad con la naturaleza. Esta noción ha sido retomada también por muchos otros pueblos indígenas de todo el continente que la han resignificado en los últimos años de acuerdo a sus propios usos y cosmovisiones.
La construcción del concepto del Buen Vivir implica entonces un entrecruzamiento de tiempos y territorios, ligadas a las tradiciones ancestrales de estos pueblos pero también articuladas a las acciones colectivas contemporáneas de estos movimientos sociales. En este sentido, el Buen Vivir no es una mera reconstrucción de una noción ancestral/tradicional, sino que implica una imbricación también con nuevas formas de nominar y de producir sentidos que se plantean como contrahegemónicos frente a la noción de desarrollo occidental en torno, por ejemplo, al relacionamiento con la naturaleza y/o el territorio. Para los pueblos Kichwa el “Buen vivir” se denomina como Sumak Kawsay, que implica básicamente una lógica de la complementariedad entre los sujetos y entre estos y la naturaleza, como forma de alcanzar la “plenitud” de la vida que contiene la relación recíproca entre los seres humanos. El dirigente indígena ecuatoriano Luis Macas plantea que este concepto es dinámico y se encuentra en permanente (re)construcción por la práctica histórica y política del pueblo kichwa
el Sumak, es la plenitud, lo sublime, excelente, magnífico, hermoso(a), superior. El Kawsay, es la vida, es ser estando. Pero es dinámico, cambiante, no es una cuestión pasiva. Por lo tanto, Sumak Kawsay sería la vida en plenitud. La vida en excelencia material y espiritual. La magnificencia y lo sublime se expresa en la armonía, en el equilibrio interno y externo de una comunidad. Aquí la perspectiva estratégica de la comunidad en armonía es alcanzar lo superior (Macas 2010, p.14).
Así el Buen Vivir no puede escindirse de la propia comunidad, es solamente en colectivo que se puede llegar a la existencia plena de la vida, no hay en esta cosmovisión una solución individual en oposición a los procesos de individualización que suelen proponer los esquemas del desarrollo rural hegemónico. En el caso de los Aymara esta idea se refleja en el Sumaq Qamaña que comparte estas mismas ideas de la complementariedad y la relación de reciprocidad con la naturaleza, reificada como “Pachamama”. También aparece muy fuertemente en el imaginario aymara la necesaria complementariedad y reciprocidad solidaria entre los hombres y las mujeres. El intelectual de origen aymara y ex-canciller de Bolivia David Choquehuanca explica al “Vivir Bien” –basado en la idea de la complementariedad-, como algo diferente al “vivir mejor” que plantea el “desarrollo” basado en la producción y el consumo ilimitado:
El Vivir Bien aymara es un concepto que se basa en la complementariedad, porque todos somos hermanos, todos nos complementamos. Buscamos una vida complementaria, una vida complementaria entre el hombre y la mujer, una vida complementaria entre el hombre y la naturaleza, donde todo está regulado por las leyes de la naturaleza (Choquehuanca 2010, p.11).
En este sentido, el historiador aymara Fernando Huanacuni plantea que la cosmovisión andina kichwa/aymara puede convertirse, potencialmente en una referencia alternativa al desarrollo a escala global. Así, “la visión de que todo vive y está conectado, el principio comunitario, la reciprocidad y muchos otros principios que se han mantenido y hoy están siendo referentes en todo el mundo para encontrar un nuevo paradigma para vivir bien” (Huanacuni 2010, p.19). De este modo el “Buen Vivir” kichwa/Aymara “tiende puentes entre el pasado y el futuro, entre la matriz comunitaria, el lenguaje territorial y la mirada ecologista” (Svampa 2012, p. 24). Como noción que complementa cosmovisiones ancestrales con nuevas demandas y paradigmas de los pueblos indígenas en la actualidad, hay una coincidencia general en afirmar que es un “concepto en construcción” y, por ende, también en disputa (Svampa 2012). Para Xavier Albó (2009), esta noción condensa la lógica de producción y reproducción de la vida de las comunidades de muchos pueblos indígenas (no sólo kichwas y aymaras), contrapuestos a las sociedades y poderes dominantes ligadas a las lógicas de la modernidad y el desarrollo. Por otra parte, para Magdalena León (2009), la noción de buen vivir se sustenta en la reciprocidad, en la cooperación, en la complementariedad y aparece ligada a la visión ecofeminista del cuidado de la vida, del cuidado del otro.
4. Tensiones entre Desarrollo y Buen Vivir
Estas nociones y conceptos son parte importante del proceso de recuperación y resignificación de las identidades indígenas, con un anclaje de intervención política que apunta al nivel local y territorial pero también al municipal, regional, nacional e incluso, en algunos casos con referencia internacional, entremezclando las tradiciones indígenas con las prácticas contemporáneas de estos pueblos. Esta confrontación, como dijimos, implica conflicto pero también intercambios y negociación, reapropiaciones culturales e identitarias que se encarnan en los territorios habitados y practicados por estas comunidades indígenas. En última instancia se trata de construir el Sumak Kawsay y el Sumaq Qamaña en el marco de los “campos de experimentación social” (Santos 2003) que despliegan en sus territorios las comunidades kichwa y aymara en términos identitarios, políticos, económicos y culturales.
Estos procesos generan múltiples tensiones entre estas “formas societales” y el Estado, entre el “Buen Vivir” y el “Desarrollo” que atraviesan las relaciones entre los distintos actores sociales, pero también atraviesa en tensión a los propios movimientos sociales y pueblos indígenas y pone en el centro de la escena como se relacionan y utilizan la naturaleza estos distintos actores. Estas tensiones se pueden observar de manera paradigmática en las disputas que se suceden con cada vez mayor intensidad en torno a los territorios donde se encuentran los “recursos naturales” estratégicos para la “acumulación por desposesión” capitalista (Harvey, 2004). Estas tensiones incluso ponen en crisis la propia forma del Estado Nación, promotor de las “políticas de desarrollo”- en lo que en la región andina, principalmente Ecuador y Bolivia, se ha dado en llamar los estados plurinacionales que cuestionan, en parte al menos, la noción moderna del Estado Nación y que han colocado en aspectos centrales de sus respectivas constituciones algunos de los conceptos del “Buen Vivir”. En efecto, no resulta posible
la convivencia del Sumak Kawsay y el sistema actual, no puede ser un sistema de este Estado, hay que pensar fundamentalmente en el cambio de estructuras de este Estado y construir uno nuevo, pero hecho con nuestras manos, con las manos de todos y todas. Estamos presentando una propuesta como opción de vida para todos, no es una propuesta indígena para los pueblos indígenas sino para toda la sociedad. Debemos llegar a acuerdos, consensos entre los diferentes sectores hacia la construcción de una sola agenda, una propuesta de lucha y al entendimiento del Sumak Kawsay. El objetivo es recuperar y desarrollar nuestros sistemas de vida, instituciones y derechos históricos, anteriores al Estado, para descolonizar la historia y el pensamiento (Macas, 2010, p.16).
Así, las tensiones entre movimientos sociales y Estado adquieren dimensiones cada vez más complejas y en parte, es en la disputa por los territorios donde se dirimen o donde se vislumbran con mayor claridad estos procesos de diálogo, tensiones y conflictos. La matriz “nacional-popular” y desarrollista cuenta con un fuerte arraigo en los países latinoamericanos (Svampa, 2012), lo cual incluye también a los propios pueblos indígenas. Así las tensiones descriptas entre desarrollismo y una mirada ligada a las cosmovisiones indígenas de complementariedad y reciprocidad con la naturaleza aparecen no sólo dentro del Estado y entre éste y los movimientos sociales; sino que también aparece en el seno de los propios movimientos sociales. En este sentido, la profundización de estas contradicciones entre estos dos “proyectos civilizatorios”, entre el buen vivir y el desarrollo, implican actualmente confrontaciones y disputas por los sentidos del Buen Vivir.
Nuestra hipótesis es que las disputas entre los proyectos de desarrollo y las formas de vida y producción indígena y campesina, el Buen vivir, pone en escena un conflicto por un espacio de vida entre actores que son mutuamente excluyentes. Las formas de habitar y practicar los territorios de las empresas multinacionales no pueden coexistir con el Buen Vivir Kichwa/Aymara que precisa una utilización material y simbólica de la naturaleza imposible de practicar en un mismo territorio donde se aplican las prácticas extractivistas sobre la naturaleza propias de las industrias hidrocarburíferas, del agronegocio y/o la megaminería. Y si de hecho coexisten estas formas antagónicas en un mismo territorio, esto sucede de manera conflictiva. Es en este punto donde el desafío de la articulación de los saberes académicos y los saberes subalternos se torna urgente; es decir, se torna necesario poner en juego nuestra capacidad para sistematizar estas experiencias y saberes, para compartirlas, confrontarlas y (re)configurarlas como alternativas posibles en el marco de la “ecología de saberes” (Santos, 2003). En este sentido, resulta imprescindible visibilizar estas experiencias y estos debates también teóricos que muchas veces surgen también de los propios movimientos sociales. Para ello, presentamos seguidamente tres nociones -entre una constelación de muchas otras- que se enlazan con el Buen Vivir (Sumak Kawsay/Sumaq Qamaña).
Por un lado, la noción de Autonomía, es decir, la propia capacidad de decidir por parte de los actores sociales: qué y cómo producir, cómo gobernarse, cómo practicar la salud, cómo construir su propio sistema de educación, acorde a sus propios usos y costumbres, acorde a las necesidades colectivas, acorde a los sueños y utopías de los movimientos. Esa posibilidad de definir colectivamente el propio futuro sin depender de un ente externo al propio colectivo social (Svampa, 2008, Zibechi, 2003, Castoriadis, 1998). Por otra parte, (re)emerge con fuerza en los últimos años, la idea de Comunidad, de recrear o crear la comunidad, como un espacio de refugio (de resistencia y creación) frente al avance del capital y de la colonialidad, pero también como espacio de articulación con otras comunidades y colectivos sociales. Esta noción de comunidad no se resignifica en un sentido restringido, sino más bien como un concepto amplio, una comunidad de lazos sociales, de fraternidad, de solidaridad, de dignidad colectiva; de una identidad común que se forja en la propia acción colectiva de los movimientos sociales rurales de América Latina que permite formas alternativas de ejercer la política, alejadas de la forma liberal democrática (Gutiérrez, 2001, Tapia, 2008).
Por último, la Agroecología (Sevilla Guzman y Ottmann, 2000 Toledo, 1992 Altieri, 1999; Sarandón y Flores, 2014) donde se da una importante conjunción de saberes agronómicos y técnicos, provenientes de la universidad y del mundo científico-académico en conjunto con los saberes ancestrales y tradicionales de los pueblos indígenas, campesinos, afrodescendientes, etcétera. La agroecología sistematiza distintas formas productivas con base en la idea de reciprocidad con la naturaleza, en contraposición con la forma capitalista que objetiviza y mercantiliza a la naturaleza en pos de la maximización de la ganancia.
Conclusión
Como vimos en este trabajo, la construcción de los relatos míticos del Desarrollo y el Buen Vivir se encuentran en permanente movimiento y disputa de sentidos contrapuestos. Por ejemplo, podemos aventurar que probablemente en algunos años organismos financieros internacionales – como el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo- presenten sus propios “Planes de Desarrollo para el Buen Vivir”, lo cual no significará que estos organismos asuman los presupuestos básicos del Buen Vivir, es decir la idea de reciprocidad con la naturaleza y solidaridad entre los seres humanos entre sí. Sino precisamente, todo lo contrario: una profundización de la mercantilización de la naturaleza pero ahora con un rostro verde y sustentable. Observamos también cómo distintos sujetos sociales pueden elaborar y construir una forma determinada de apropiación territorial “contrahegemónica”, trastocando por lo menos algunas de las lógicas esenciales del sistema hegemónico en torno a los recursos naturales, es decir, construir nuevos usos y sentidos en torno a la naturaleza, alejados de la lógica mercantilizadora del sistema mundo capitalista colonial (Wallerstein, 1974, Quijano, 2003). En efecto, estas formas de apropiación del territorio y los diferentes usos y sentidos otorgados a la naturaleza ponen en discusión, diálogo y conflicto a diversos modelos “civilizatorios” que contraponen formas de “desarrollo” ligadas a las lógicas del “sistema mundo moderno y colonial” con otras formas de relacionamiento con el territorio y la naturaleza ligadas a los usos y costumbres indígenas y campesinas: el Sumak Kawsay de los pueblos kichwa y el Sumaq Qamaña de los pueblos aymara en este caso.
Si bien es importante destacar que estos conceptos se incluyan en las políticas públicas e incluso en las nuevas constituciones nacionales, junto con los denominados “derechos de la naturaleza”, esto no basta para la construcción concreta de nuevas formas de producción, comercialización y consumo que permitan nuevos patrones sociales económicos y políticos en el marco de relaciones de solidaridad y reciprocidad, no sólo entre las personas sino también con la naturaleza. En este sentido, los gobiernos latinoamericanos, y más aún aquellos denominados “progresistas”, se encuentran en una encrucijada entre el mito del desarrollo (y la promesa incumplida de la Modernidad capitalista acerca del progreso indefinido de la humanidad) y otras formas sociales que articuladas en el mito del Buen Vivir podrían dar cuenta de la construcción de sociedades plurinacionales que incorporen otros patrones de crecimiento, producción y distribución de los bienes comunes de las personas y la naturaleza.
De esta manera estos mitos contrahegemónicos configuran una constelación de conceptos, de ideas fuerza, que entrelazan en y desde los mundos rurales latinoamericanos subalternos el Buen Vivir/Vivir Bien con las nociones de Autonomía, Comunidad, Territorios Insurgentes, Soberanía Alimentaria y Agroecología. Desde esta constelación conceptual sería posible abandonar la idea de desarrollo rural construida desde la usina de pensamiento de la hegemonía capitalista/colonial para conformar ideas y conceptos que contengan la diversidad de los mundos rurales latinoamericanos. Es hora quizás de asumir el desafío de crear una “ecología de saberes” donde se vayan traduciendo y reconstruyendo las teorías y las prácticas campesinas, indígenas y populares, conjugándose con saberes científicos y académicos críticos Desde la Agroecología y la Soberanía Alimentaria, desde las nociones de Autonomía y Comunidad, desde los territorios insurgentes, se pueden vislumbrar las alternativas a las nociones de desarrollo rural y del agronegocio.
Este planteamiento implica no pensar más en desarrollos alternativos sino pensar alternativas al desarrollo. En muchas ocasiones, desde gran parte del pensamiento crítico y desde los propios movimientos sociales rurales, se han buscado distintos adjetivos, neologismos y agregados (“desarrollo sustentable”, “desarrollo alternativo”, “desarrollo humano”, “desarrollo territorial” “buen desarrollo”, “desarrollo social”, “neodesarrollo”) que discuten la noción de desarrollo hegemónico, y nos negamos a abandonarla porque efectivamente sigue operando su mito, sigue apareciendo el desarrollo como una noción legítima y legitimadora de quien la enuncia. El desafío que nos proponemos es, entonces, buscar otra formar de pensar y practicar la sociedad en los mundos rurales, en formas alternativas de construir la relación entre seres humanos y entre la naturaleza y los seres humanos. El desafío de crear nuevas palabras, nuevos conceptos, nuevas territorialidades, nuevas prácticas alternativas al desarrollo rural. Es un desafío aparentemente teórico pero que, al mismo tiempo, implica una práctica emancipatoria de los propios movimientos sociales rurales.
Quizás la conjugación de estos saberes y constelaciones conceptuales sea el que permita a la humanidad “bajar la palanca” del desarrollo, dar un “manotazo hacia el freno de emergencia” del progreso -como nos interpelan desde tiempos y geografías diferentes aunque similares David Choquehuanca (2010) y Walter Benjamin (2007)- para establecer nuevas formas de vivir en sociedad, alejadas de la mercantilización de la naturaleza y la vida, del “desarrollo y progreso” indefinidos y más cerca de las nociones de complementariedad, reciprocidad, solidaridad que -si bien no son potestad única de los pueblos indígenas- éstos poseen experiencias e ideas para aportar a la construcción de nuevas sociedades más justas e igualitarias, así como de repensarnos como Humanidad en nuestro relacionamiento con la naturaleza; y como parte de la naturaleza.
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[1] Sociólogo. Doctor en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Investigador del CONICET en el Instituto Gino Germani y Coordinador del Grupo de Trabajo “Estudios Críticos del Desarrollo Rural” de CLACSO.
[2] Socióloga. Doctoranda en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Investigadora del Instituto Gino Germani.